miércoles, 29 de septiembre de 2010

EL GRIMORIO

El Grimorio

     El templo de piedra se alzaba silencioso en un paisaje desmayado. Viendo aquella iglesia del pasado se podía ver un trozo de Tierra Santa. La iglesia de la Vera Cruz parecía haberse traído piedra a piedra desde Jerusalén, como si fuera una basílica que los caballeros del Temple desmantelaron para volver a reedificarla en la altiplanicie elegida como segura y solitaria.
     Antes de entrar, observó el monumento sagrado con parsimonia, intentando descubrir alguna señal entre piedra y piedra. Comprendió que no era casualidad que Gabriela le hubiese citado allí. Un halo de misterio encendía las paredes de púrpura bajo el tibio sol de un invierno que prometía alargarse. “¿Quién eres, Gabriela?” —pensó—.  “¿De qué me quieres avisar?”… En el tiempo que se apaga un cigarrillo, concluyó entrar por la puerta que daba a la carretera.
     Fue recibido por el aire de los siglos. Dispuesto en el centro y alcanzando los techos, el templete circular dominaba la edificación religiosa. Una tiniebla mostaza colmaba la bóveda de partículas doradas que se esparcían como flecos de luz alrededor del edículo. Paredes viejas, cansadas y porosas, de cal amarga y tacto blando rodeaban el círculo sagrado con las escenas de la vida de Cristo. Varios visitantes contemplaban absortos el retablo de la Resurrección. Cruzó el túnel del edículo y pareció trasladarse a otra época. A su paso, rozó con las yemas de los dedos la mesa de un altar empotrado a los suelos, esencia viva de ocho siglos de culto. Buscó a la derecha, entre las siluetas que se movían por las inmediaciones a la entrada lateral, la sotana negra que identificase al religioso. Rebasó la capilla del lígnum crucis y continuó flanqueando los ábsides que rodeaban el interior de la basílica. En el ábside de la derecha, una mujer arrugada y de mirada triste, vestida de negro y con un velo cubriéndole la cabeza, estaba sentada ante una Virgen piadosa. La mujer descansaba el dolor en un rostro suplicante; los ojos, enrojecidos de llanto; los labios, no dejaban de articularse, repitiendo la oración que el alma llevaba escrita. De  Mujer a mujer, de Madre a madre, hablaban y rezaban en la paz de un dulce secreto.
     Atravesó el ábside central con la talla de un antiquísimo Cristo crucificado. Se cruzó con otro ábside más pequeño cuya escultura llamaba la atención por ser la del Bautista. Continuó de frente y vislumbró la puerta entreabierta de la sacristía. Nada más entrar, vio de espaldas a un sacerdote ordenando libros y documentos en una cómoda casi tan vieja como la iglesia.
     —¿Padre Manrique? —preguntó con delicadeza.
     —¿Sí…?
     Tomás pudo comprobar un rostro que, a pesar de estar labrado en la soledad y presentar el estigma de las privaciones mundanas, cumplía de buen grado los designios que el sacerdote entendía enviados por el Señor. El padre Manrique era un hombre cuya fortaleza residía en su incomparable fe. Alto, de mediana edad y madurado en las misiones.  Fuerte, de abundante pelo cobrizo, león de Tierra Santa, protector de los débiles cuyas voluntades sucumben a las maquinaciones del mal. Inteligente, ojos audaces con el brillo del saber, erudito como pocos en materia esotérica y gran estudioso de las religiones malditas. Al padre Manrique sólo bastaba quitarle la sotana para identificarlo como a un aventurero arqueólogo o, en su caso, un dinámico peregrino vagamundo de Historia y Religión.
     Le explicó la causa de su visita y le dijo que iba de parte de Ricardo Maldonado. El sacerdote reaccionó enseguida.
     —¡No hay tiempo que perder! ¡Rápido, sígame!
     Con paso decidido alcanzó el ábside del extremo opuesto. Ascendió por una escalerilla de caracol hasta una cámara rectangular situada en la primera planta del edículo. Allí apoyó la mano en una figurilla de ángel labrada en la pared hasta empujarla hacia adentro. Sonó un chasquido proveniente del suelo. Un artilugio emergió del altar y mostró una vitrina con un grueso libro en su interior. Abrió la compuerta de vidrio y cogió el tomo: un antiguo grimorio religioso, vademécum de invocaciones sagradas. El padre Manrique se arrodilló ante el icono de un santo, y con los ojos cerrados, extendió el grimorio al vacío, sujetándolo entre las dos manos. Rezó con la cabeza agachada al mismo tiempo que sostenía la reliquia como si fuera una extensión de sus brazos. Durante unos minutos se escucharon oraciones en un latín culto, el latín de las misas antiguas. Con la última oración, se levantó. Hizo que Tomás se arrodillara y posó una mano en la cabeza de este mientras ejecutaba una breve plegaria. Terminó ungiéndole en la frente un aceite con el signo de la cruz. Le invitó a levantarse de la genuflexión tendiéndole la mano.
     Tomás y el padre Manrique se miraron en silencio mientras respiraban el aire enrarecido de los tiempos.
     —Bien, ahora lléveme hasta allí —reclamó el sacerdote, con el libro fuertemente atrapado entre los brazos.


Guillermo  Blanes.

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