viernes, 4 de febrero de 2011

EDUARDO CASAVIEJA

7 de Enero del 2001.



Querida mía,

No sé si hago bien en escribirte esta extensa carta, que desde un principio va ha traer muchos problemas. Aquí todo va como esperábamos, es decir, mal, muy mal.
Cuando la música suena es cuando recuerdo todos aquellos días de hace treinta años. Nunca pensé que se pasaría tan pronto el tiempo, que fuera cierto lo que los mayores de entonces decían y ahora nosotros decimos a los jóvenes de ahora. Treinta años de recuerdos casi ya enterrados por el momento y la desidia. ¡Que cobardes fuimos! Nunca tuvimos que haber tomado esa decisión, la llevo agarrada en el alma, y no se me va de ahí.
No entiendo nada de lo que me esta pasando, no acierto a comprender mi angustia y mi necesidad de escribirte, bueno de volver a escribirte después de tanto tiempo. No se nada de ti por lo menos hace quince largos años. No hiciste bien en cortar nuestra comunicación. Las relaciones tienen que ir como agua en un río, siempre a favor de la corriente, solas y sin obligarlas a nada. Tú aceleraste la despedida y ahora hace tanto tiempo que me ha costado demasiado decidirme a hacer lo que estoy haciendo. Seguramente que cuando eche esta carta al buzón me habré arrepentido y me muera de pudor.
Cuando comiences a leerla te sorprenderás tanto que a lo mejor dejas de hacerlo y la tires a la basura, espera por lo menos tres o cuatro líneas más y a lo mejor cambias de opinión.


La vida es una tontería y sobre todo cuando dices izquierda y se empeña en ir a derechas, o cuando dices negro o blanco y se torna gris. Eso fue exactamente lo que nos sucedió a nosotros. Fuimos por el camino  equivocado. Acuérdate esa noche comiendo marisco, en aquella mesa tan cercana al mar, con la pequeña corriente nos mojábamos los pies. Todavía hay a veces que tengo en la boca el sabor a marisco. Me relamo los labios y vuelvo a sentir en mis pies aquella humedad, y te huelo en el aire y te siento cerca.
Cada vez que me miro al espejo, veo más claro que la edad me ha marcado el rostro. La vejez ha dejado ya algún que otro surco de alegrías y de tristezas. Supongo que esto tiene que ser así, rápido pero sin prisas. Sereno pero decidido. Listo pero cauteloso. Supongo que todo tiene que ser una explicación de algo anterior. Esto tiene que tener un principio y un fin. Seguro que sí. Cuando la edad te hace sentir distinto, es cuando tienes que tener en cuenta que a lo mejor algo ha cambiado. Así es como se supone que tenemos que hacerlo.
Esta carta no es ninguna confesión, pero si tengo que reconocer que de alguna manera forma parte de mis grandes secretos, aquellos que a nadie he contado nunca. Ora por miedo, ora por sonrojarme, o bien por temor a no tener ninguna escapatoria.
Sin prisas por favor. Ahora que me he decidido a sentarme, a escribir todo esto necesito sosiego y soledad. Me abruma el olor a ti y sobre todo el pensar que hace ya más de treinta años que lo perdí. Hay veces que ando más muerto que vivo, sin ningún tipo de alegría y no puedo evitar sentirme desdichado y pobre.
Sin prisas por favor. Sigo escribiendo.
Después de este silencio me sigo sintiendo igual de pequeño que una gota de agua. Igual de insignificante que un grano de arena. Sigo pensando no obstante en la tremenda mala suerte que hemos tenido. Nunca podré olvidar esas tardes. El trigo espigado y la suave brisa de la puesta de Sol hacían danzar las espigas lentamente de un lado hacia otro.
Sin prisas, que estoy recordando y no siempre se puede hacer.
Me relamo los labios y tu sabor me llega  a mí, me empapa un sudor frío y me siento como un enorme sinvergüenza en edad avanzada. Es muy difícil de explicar. Necesitaría mucho tiempo para pensar lo que pasa por mi cabeza y no puedo evitar tenerlo.
En ocasiones desearía tener la palabra más fluida, pero la boca se me reseca y cuando quiero volver a hablar el pensamiento a escondido su cara, y tengo que volver a comenzar de nuevo…
Me gustaría decirte que me he confundido en un millar de cosas, que tampoco he tenido la vida que había soñado y que nunca he pensado otra cosa que en cambiarlo todo por una tarde de esas que no me canso de recordar.
Sé que la carta puede ser un método acabado, poco frecuente ahora, pero soy un verdadero cobarde y me da miedo lo que me pueda encontrar, lo que pueda ver, como tú me puedes ver, o lo que me puedas decir.
Me han engañado, desde hace muchos años, me llevan engañando, diciéndome como tengo que actuar y dejándome llevar por unos principios inculcados a golpes de repetirlos y pronunciarlos. Todo no sale nunca como te dicen, ni muchísimo menos como te educan. A mí me educaron mal, y mal me ha salido la vida, pero lo peor no ha sido eso, sino el perderte, el no arriesgar para tener lo que quería. Y ahora después de tanto tiempo, hecho de menos todo y me cabreo conmigo mismo y no encuentro la palabra adecuada.
Yo, Eduardo Casavieja, no encuentro sentido a nada y lo peor de todo es que ya no tiene remedio. No puedo volver a vivir lo que no he podido vivir antes. No puedo comprar el tiempo y meterlo en una botella. No puedo olvidar y no puedo no puedo vivir sin ese recuerdo.
Mis grandes secretos, esas miradas perdidas en las tardes de los domingos. Esos paseos con mi mujer, hablándome continuamente de nuestros hijos, y yo con la cabeza en otro lugar y la mirada en el recuerdo, enjuagaba el dolor en lágrimas invisibles y quería morirme y no seguir viviendo.
Me sentía sucio, embustero, cobarde, cínico. Todo lo malo lo sentía yo. Y ahora que estoy sólo, afligido, que mi mujer ajena  durante su vida, me dejó para siempre, convencida de que todo era perfecto y bello, y tengo la necesidad de sacar a la luz mis secretos. Probablemente no tenga respuesta y pase el tiempo y yo muera también y me lleve a la tumba este arrepentimiento y esta mentira que ha sido mi vida.
Me asusta el pensar que pueda volver equivocarme, que se me mal interprete, que no encuentre respuesta. Pero sobre todo por encima de eso me asusta que tú hayas vivido ajena a toda esta historia y el día en que marchaste cerraste el recuerdo, sin volver a mirar atrás.
Pase lo que pase a partir de ahora, sólo espero que no te rías de mi vida, no te rías de mis secretos, y comprendas mis palabras y mi sufrimiento.
Con amor.
Eduardo Casavieja.


Pasaron unos pocos días y Eduardo miraba el buzón y siempre encontraba la misma capa de polvo. No había nada.
Pasó más tempo y todo seguía igual y así  hasta que juntando días y días, llegaron los meses para dejar paso a los años.
Eduardo Casavieja murió sólo llevándose consigo sus secretos. Musitó su última palabra y nadie la entendió. Posiblemente cerró los ojos y siguió recordando esas tardes y se relamió los labios que le sabían a marisco. Probablemente tendría la sensación de que sus pies estaban húmedos por la pequeña marea del mar. Posiblemente sólo querría haber abierto los ojos. A lo mejor se fue pensando que habría sido de aquella carta que mando. Seguramente nunca se hubiera imaginado que nunca llegó a su destino. Quizá se perdió, o a lo mejor la perdieron con intención. Hay veces que los secretos se oyen en voz alta y no son secretos, y otras veces nos pensamos que no hay nadie que nos mira, cuando hay ojos por todas partes.
El secreto de Eduardo Casavieja lo sabía todo el mundo, hasta la gente que le conocía poco. Muchas veces es mejor vivir en la ignorancia que pensar que lo sabes todo.
El secreto murió también al cabo de los días, de los meses y de los años. Seguramente moriría sólo en algún rincón junto al olvido, o quizá se lo llevara el aire. No se se sabe, porque  lo único cierto es que es mejor decir las cosas a tiempo que no sea el tiempo el que tenga que decir las cosas.


25 de Septiembre del 2005.
“Su hijo”



EL SILENCIO DE LA MEMORIA

Oyó un ladrido. Tuvo un estremecimiento de voz. Alfonso sabía que lo había oído alguna que otra vez, pero no pudo precisar cuándo.
Había sido poeta. Era poeta, poeta de la vida y del ensueño se dijo así mismo. Ahora luchaba por sobrevivir a su propia memoria que se arrastraba lánguida y triste por los rincones de aquella soledad desdibujada.
Alfonso tuvo miedo, volvió a sentir aquel estremecimiento en su cuerpo y prefirió sumergirse en la magia del verso. Pensó que la nada se lo tragaría salvajemente e intentó pegar en su recuerdo imágenes para que su memoria no las matase. Algunas se habían esfumado, se habían ido. Nunca volvieron.
Sintió pánico de encontrarse en ese acantilado, en el horror del silencio. Cogió una pluma y escribió un verso “en la soledad salvaje de la bruma”, no puedo seguir más. El poeta estaba muriendo poco a poco. A sus setenta y ocho años sintió pánico de la vida. Volvió a acurrucarse con su poesía, se cubrió para no sentir frío. Cada letra pesaba una eternidad.
Afuera en la calle el tiempo moría en cada minuto, la gente pasaba por la acera y sintió envidia de su tiempo, de sus años. Él estaba atrapado en aquel cuerpo envejecido e inestable, donde se ahogaba, le faltaba el aire.
A la luz de una lámpara subrayó su poesía y se la repitió para sí mismo miles de veces. No quería olvidar. Se repitió aquéllos versos de arte mayor donde la rima bailaba con suavidad entre las cenicientas hojas. Versos que acariciaba  con su voz de poeta moribundo porque la vejez le estaba venciendo. Versos que parecían cascadas de torrentes frescos, donde diminutas piedrecitas brillaban a lo lejos.
Se dio a sí mismo, “lo esconderé todo en aquellos ásperos huecos del recuerdo”.
Los días pasaban y le herían como puñales afilados. Cada mañana intentaba mirarse al espejo y plasmar en su pupila cansada  su silueta. Quería recordarse para siempre.
Aquel día grisáceo caminó durante treinta minutos para llegar a su médico. Se pudo sentar en una de las sillas de la sala de espera. Deseó que nunca le nombrasen y pasar página como si fuera otro. No fue así. Le tocó entrar después de aquella señora de peluquería rubio platino y vestimenta ceñida.
Se sentó en aquella silla metálica observándolo todo y mientras no miraba a nada recordó su verso “en la soledad salvaje de la bruma”, lo repitió para sus adentros muchas veces y se sintió algo mareado, cansado quizá.
Aquella joven mujer con blanca bata ataviada abrió un sobre amarillento y le dijo. Señor Alfonso los resultados son los esperados, tiene usted Alzheimer. Sin darse cuenta, se dijo en el hueco de su cuerpo sus verso” en la soledad salvaje de la bruma”.
Salió a la calle, moribundo de memoria, deseando llegar a casa y absorber toda su obra, todos sus versos, los encabalgamientos abruptos de su necesidad, de aquellas hipálages desdobladas en sombras, en las imágenes metafóricas de algo que no quería olvidar nunca.
La guerra había empezado, los guerreros bien uniformados del Alzheimer  venían a por él, a galope, como los valientes. Él acurrucado en aquel sillón estampado dejaba su mirada en la bruma, en la soledad del silencio, en el silencio de la memoria.
Después de algún tiempo, todavía se le puede ver a Alfonso, allí a la luz de una lámpara, quieto, absorto, transfigurado en su silueta, como una voz misteriosa le pregunta, ¿qué tal está?, y él contesta susurrando “en la soledad salvaje de la bruma”.
El Alzheimer fue ganando todas las batallas, sólo le quedaba conquistar el castillo, donde se encontraba Alfonso arropado por sus versos.


Raquel Viejobueno Rodríguez.
31 DE JULIO 2010