viernes, 4 de febrero de 2011

EL SILENCIO DE LA MEMORIA

Oyó un ladrido. Tuvo un estremecimiento de voz. Alfonso sabía que lo había oído alguna que otra vez, pero no pudo precisar cuándo.
Había sido poeta. Era poeta, poeta de la vida y del ensueño se dijo así mismo. Ahora luchaba por sobrevivir a su propia memoria que se arrastraba lánguida y triste por los rincones de aquella soledad desdibujada.
Alfonso tuvo miedo, volvió a sentir aquel estremecimiento en su cuerpo y prefirió sumergirse en la magia del verso. Pensó que la nada se lo tragaría salvajemente e intentó pegar en su recuerdo imágenes para que su memoria no las matase. Algunas se habían esfumado, se habían ido. Nunca volvieron.
Sintió pánico de encontrarse en ese acantilado, en el horror del silencio. Cogió una pluma y escribió un verso “en la soledad salvaje de la bruma”, no puedo seguir más. El poeta estaba muriendo poco a poco. A sus setenta y ocho años sintió pánico de la vida. Volvió a acurrucarse con su poesía, se cubrió para no sentir frío. Cada letra pesaba una eternidad.
Afuera en la calle el tiempo moría en cada minuto, la gente pasaba por la acera y sintió envidia de su tiempo, de sus años. Él estaba atrapado en aquel cuerpo envejecido e inestable, donde se ahogaba, le faltaba el aire.
A la luz de una lámpara subrayó su poesía y se la repitió para sí mismo miles de veces. No quería olvidar. Se repitió aquéllos versos de arte mayor donde la rima bailaba con suavidad entre las cenicientas hojas. Versos que acariciaba  con su voz de poeta moribundo porque la vejez le estaba venciendo. Versos que parecían cascadas de torrentes frescos, donde diminutas piedrecitas brillaban a lo lejos.
Se dio a sí mismo, “lo esconderé todo en aquellos ásperos huecos del recuerdo”.
Los días pasaban y le herían como puñales afilados. Cada mañana intentaba mirarse al espejo y plasmar en su pupila cansada  su silueta. Quería recordarse para siempre.
Aquel día grisáceo caminó durante treinta minutos para llegar a su médico. Se pudo sentar en una de las sillas de la sala de espera. Deseó que nunca le nombrasen y pasar página como si fuera otro. No fue así. Le tocó entrar después de aquella señora de peluquería rubio platino y vestimenta ceñida.
Se sentó en aquella silla metálica observándolo todo y mientras no miraba a nada recordó su verso “en la soledad salvaje de la bruma”, lo repitió para sus adentros muchas veces y se sintió algo mareado, cansado quizá.
Aquella joven mujer con blanca bata ataviada abrió un sobre amarillento y le dijo. Señor Alfonso los resultados son los esperados, tiene usted Alzheimer. Sin darse cuenta, se dijo en el hueco de su cuerpo sus verso” en la soledad salvaje de la bruma”.
Salió a la calle, moribundo de memoria, deseando llegar a casa y absorber toda su obra, todos sus versos, los encabalgamientos abruptos de su necesidad, de aquellas hipálages desdobladas en sombras, en las imágenes metafóricas de algo que no quería olvidar nunca.
La guerra había empezado, los guerreros bien uniformados del Alzheimer  venían a por él, a galope, como los valientes. Él acurrucado en aquel sillón estampado dejaba su mirada en la bruma, en la soledad del silencio, en el silencio de la memoria.
Después de algún tiempo, todavía se le puede ver a Alfonso, allí a la luz de una lámpara, quieto, absorto, transfigurado en su silueta, como una voz misteriosa le pregunta, ¿qué tal está?, y él contesta susurrando “en la soledad salvaje de la bruma”.
El Alzheimer fue ganando todas las batallas, sólo le quedaba conquistar el castillo, donde se encontraba Alfonso arropado por sus versos.


Raquel Viejobueno Rodríguez.
31 DE JULIO 2010

1 comentario:

  1. No es un tema que me agrade ya que he visto en personas conocidas cómo gente alegre y aún rebosante de vida es cogida por las garras de esta enfermedad maldita...Es lamentable. Pero no es una enfermedad que ataque a todos, felizmente.
    De seguro la autora habrá leído mucho acerca de este tema, pues lo narra con naturalidad...

    ResponderEliminar