José
Santana Prado
Valparaíso
(Chile)
Hijo
mío, te amo aunque sea a través
del
silencio que nos regalan las constelaciones
y
guardan siempre a pesar de su incógnita universal
los
astros, multiplicados por decenas o por miles.
Y
qué importa, si al fin de la Tierra o el cosmos
y
del río más audaz y caudaloso, yo te amo como parte de mí
y
de tu madre que te dimos la luz por vez primera.
Hijito
pequeño, aunque ahora ya no lo eres,
por
el contrario, hoy posees los títulos que ofrece
la
universidad o los que la vida te ha implicado
por
los gajes más hirsutos del destino.
Aun
así, debes escuchar mi hijo querido,
la
enseñanza que otorga la adultez, sin dejar
a
un lado la maestría de lo que haces en la vida;
te
lo digo o te lo imploro aunque estés presto a seguir
el
más avasallador de los caminos, porque yo lo he pasado
mucho
antes que tú y a veces en verdad es doloroso:
duele
tanto que ya no estés más, junto a la mujer que una vez
escogiste
para solventar la vida.
Te
arroba el pensamiento y el dolor de la casa que fue tuya,
y
que ahora, por la marcha de la fortuna, no te pertenece más.
Qué se puede hacer, si tú bien sabes que eres
el arquitecto
de
tu propio y mísero destino o a lo mejor me quiero equivocar
para
poder decir, el arquitecto de tu hermoso azar que yace
a
los pies de tu callada decisión.
No
puedo decirte más, si ya has escogido esta parte de la fortuna que se muestra
acaloradamente,
para que me pregunte y lo haga contigo:
¿qué
ha sido de tu vida sin mí y de la mía sin ti?
poco,
mucho, nada o demasiado, sin la presencia de mi triste
personalidad.
Sí
hijo querido, ahora, en la plenitud de mi edad te lo hago saber:
las
fallas que la vida te aplicó por mi ausencia, jamás
he
dejado de apreciarlas y que, al paso de la recapacitación,
intento formular mi pregunta: ¿dónde dejé a mi
adorado hijo?
aquél
que me regaló todas las satisfacciones en la vida,
cuando
no tenía más qué pedir, porque allí estabas tú,
trabajando
a tu corta edad para dar solución
a
la nefasta problemática de nuestra existencia, antes en común,
ahora
las de cada quien, y sin embargo, añoro
todos los años
de
tu ausencia que he pasado y que sólo el sol
y
los astros han visto en mí la tristeza.
Ahora comprendo
tu
reproche, aun así, hijo mío, el que dice que ha dejado
de
amarme, no lo creo, es sólo el sentimiento de mi ausencia
por
todo el tiempo que ha transcurrido sin la vida de ti y de mí, pero juntos,
en
la mutua comprensión del existir y de las cosas
que
nos unen para siempre, porque debes recordar
que
yo he sido, a través del espacio entre los dos,
tu
padre y tu mejor amigo, como antes lo fuimos, a pesar de que la suerte
se
oponga a lo contrario.
Por
tal razón, hijo amado, mi hijo tan querido,
jamás
debes olvidar que yo te he dado la vida al igual que tu madre, aunque
sé que tarde te lo digo, pero aquí estoy, aun
para tus momentos difíciles,
aquí
me tienes, ahora que el tiempo expira, aunque tú jamás expirarás en mí
porque
siempre te he llevado bajo la piel, en el recuerdo y el grito
que
causa estupor o bajo la mirada firme que aún me caracteriza.
Así,
hijo mío, intento decirte, que te amo en contra de todos los pesares
que
la vida nos haya provocado.
Hijo
mío, te amo como no podré amar a persona
o
cosa alguna, si el intento es interferir entre lo sagrado
y
lo meramente humano, así pues, te amo
como
la parte de mí que abandoné, por desgracia,
o
por la inmadurez de mi cuerpo y pensamiento, los que ahora
yacen
despiertos y, con la anuencia tuya y de la vida, re-conoceré
como
lo divino de mi humana y humilde carnación.
Hijo
mío, te amo hasta que la vida nos separe
y
más allá de ésta, lo continuaré haciendo,
como
legado de la satisfacción, si le puedo llamar
divina,
que poseo entre las cosas que tú, aún no conoces.
Vaya
mi amor por ti, a través de los eones del tiempo
que
caminan a la vera de los mortales, para hacernos
inmortales
al paso de la eternidad.