LA TRADICION
Susana se aferró al árbol con todas
sus fuerzas y lo rodeó en desesperado abrazo, sin importarle que aquella áspera
corteza le dejara surcos en su piel morena y que, en el jaloneo, la sangre manara
hasta su falda, mientras gritaba el
nombre de Emiliano.
Sin escuchar sus súplicas, Margarita
le fue levantando poquito a poquito y con gran trabajo, cada uno de sus dedos
anclados, mientras Rosaura, por su
parte, la rodeó por la cintura y, sin piedad, jaló y jaló hasta lograr al fin desprenderla
del árbol. No tardaron mucho en celebrar su triunfo a carcajadas. Quién le iba a decir a Susana que ese par de villanas la había
invitado a cortar nopales en el campo sólo para emboscarla, sólo para
entregarla.
Juan, a prudente distancia, esperaba
el preciso momento para espuelear su caballo pinto, lazarla como ganado y de
inmediato embrocarla en una suerte de almud. Ella gimió y lloró, dolida por los
zangoloteos que aporreaban su vientre contra el lomo del caballo. Lloraba,
también, por el recuerdo de las tardes lluviosas cuando bordaba junto a su
madre en la sala y por los días de sol moliendo masa en tanto intercambiaba secretos
con sus hermanas. No pudo más y desmayó.
Despertó en cama rustica de paja y
un rostro amable acercó a sus labios el
olor de azahar; sin pensarlo, bebió el liquido dulzón. Reaccionó y de un manotazo hizo volar la
jícara.
-Pero ¿cómo se atreve?- exclamó Susana-
usted es la madre de mi raptor.
-Y qué-contestó la anciana- yo también fui
raptada por el padre de quien te robó, como lo fue mi madre y antes mi abuela y
antes, antes y más antes el primer hombre que a una mujer montó y preñó en este
pueblo. Esa es la tradición.
- ¿Cual tradición?- contestó Susana-
no en mi pueblo, no en mi familia, no en mi cuerpo; sepa usted que mi novio Emiliano
vendrá a buscarme y después de liberarme, quemará su choza, matará a sus
gallinas y disparará a los cerdos.
Doña Juana la miró con ternura y en
silencio dirigió sus pasos, lentos y cortos, fuera del cuarto.
Susana, ya sola, miró con ansiedad las
paredes y el techo hasta que descubrió la ventana de madera vieja y gastada:
esa sería su salvación. No lo pensó dos veces, la empujó con fuerza y está vez fueron sus rodillas las que ella sangro,
escaló la barda, saltó a la calle y corrió y corrió, gritando con la boca plagada
de angustia, temiendo el regreso de su raptor. Logró llegar hasta su casa,
exaltada pero al fin libre.
-¡Madre, madre!- gritó- Juan ayudado por sus
hermanas, me raptó en la tarde de ayer, pero recién esta mañana logré escapar,
sin que sus manos tocaran mi cuerpo.
Miró los rostros de la familia, ninguno
faltó a esa extraña reunión: madre, padre, abuelos, tías, hermano, hermanas y
hasta sus primas, con la mirada baja en frío silencio, ningún abrazo, ningún
consuelo, sólo escuchó la sentencia por el crimen que jamás cometió.
El tata hablo: “ninguna mujer que
haya pasado una noche fuera de su hogar volverá a la casa de su familia sin
arrastrarla a la vergüenza. No destruyas nuestro honor, anda, de prisa, regresa
a casa de tu esposo y ruega porque te perdone y de nuevo te reciba o vivirás
abandonada en los montes, esa, esa es la tradición”.
No respondió la arenga, el dolor la
dejó muda, arrastrando las piernas buscó la calle y se consoló pensando que
pronto, muy pronto, todo estaría bien.
Emiliano la salvaría del abandono y el deshonor. Se la llevaría muy lejos, donde nadie la juzgara
por una antigua tradición.
El alma le regresó al cuerpo cuando a lo lejos,
vislumbró aquella silueta, ¡Emiliano, Emiliano!, gritó, y él aligeró el
paso, pero no hacia sus brazos, qué
amarga sorpresa, presuroso se alejo de ella dejando en su pecho un dolor punzante
y agudo. Fue cuando el cielo, su único
aliado, tronó ahogando sus gritos y llovió borrando su llanto. Paso a paso,
Susana regresó a su nueva casa, dejando en el camino pedazos de su pasado y el
recuerdo de su niñez. En la puerta, su suegra la esperaba con una frazada que posó
en su espalda, mientras escuchaba las risas necias de sus cuñadas, con quienes
desde ese día y, para siempre, molería el maíz y compartiría secretos.
-Llegaste a tiempo, habló la anciana
¿trajiste los nopales que te encargué?. Tu marido está en el cuarto, llévale el
agua caliente para su baño, te está esperando.
Susana levantó el balde y abrió el cuarto
donde Juan, desnudo, le daba la espalda y de reojo observó sus nalgas firmes y torneadas
piernas. No pudo más y decidió vengarse: clavó sus uñas en la ancha espalda, sólo para verlo
sangrar y desahogar su frustración. De nada sirvió el esfuerzo, ni los arañazos, ni el líquido rojo que recorrió el cuerpo,
lograron que él gimiera o emitiera palabra.
Esa noche Susana esperó y esperó. Crujió la puerta. Ella se mantuvo quieta,
temblorosa, atenta al encuentro. Pero el peso de aquel cuerpo no pisó el
colchón ni su vientre. Juan se echó en el suelo y ahí durmió. Noche tras noche,
cada madrugada, Susana abría los ojos después de prolongada espera, llenando el
tiempo con sus recuerdos y agotados estos con fantasías afiebradas. Así, pasaron
los días hasta que una mañana, rumbo al brocal del pozo, Susana sintió una
corriente helada que recorría su espalda, erizando su cuerpo, endureciendo sus
pezones, todo por la mirada de su raptor.
Fue esa noche cuando Susana se
liberó: mientras su esposo dormía, se puso en cuclillas, su dedo índice bordeó los
anchos labios y, animada por la postura
de muerto de Juan, apretó con ganas de magullar sus fornidos muslos. No hubo
respuesta, ella sonrió y dejó a sus manos tibias jugar un rato con rizados vellos que desde el
ombligo bajaban y bajaban, hasta que de pronto algo la asustó: giró de prisa y miró
de nuevo el rostro que yacía impasible.
Fue entonces cuando Susana sintió
que un líquido viscoso se le escurría entre sus piernas. Que lo sepa el pueblo:
¡al diablo con la tradición! Juan se
robó a Susana, pero fue ella… Ella fue quien lo montó.